Las Tres Lacras
(Publicado en El Periódico)
"Joan J. Queralt
Catedrático de Derecho Penal de la Universitat de Barcelona
La realidad, de vez en cuando, es un gancho de izquierda: nos noquea. Al enterarnos de que tres jóvenes han asesinado, rematando la faena pegándole fuego, a una indigente en un cajero por pura diversión, no podemos sino boquear. Sin embargo, por lo que percibo, el debate público sobre este tipo de hechos no se encrespa como en otras ocasiones; no se clama todavía contra los presuntos autores, pidiendo las máximas penas y denunciando un fallo generalizado del sistema. Nos sentimos atónitos por el asesinato de una vagabunda a manos de unos mozalbetes no especialmente marginales. Si éstos hubieran sido, en cambio, de la misma condición --subcondición, mejor dicho-- que la víctima, una breve reseña al fondo de la página de sucesos hubiera sido la máxima referencia: otra riña entre gente sin techo.
Aquí lo que llama la atención no es tanto la vil pérdida de una vida. Importa más la falta de vileza de los presuntos culpables; preocupan más los muchachos implicados que la persona de la asesinada, pues ésta, sean las razones las que fueren, ya no gozaba de los parabienes sociales. La pasión por la víctima no es que haya desaparecido, es que no ha llegado a nacer: la respuesta de la opinión pública, a diferencia de lo que ocurrió hace unas semanas con el asesinato de los joyeros de Castelldefels, ha sido otra; incluso ha ido más bien en una dirección opuesta.
El desconcierto ahora ha desplazado a la indignación de entonces. La presunta blandura de la respuesta jurídica o ciertos fallos del sistema --ayer centros de la crítica-- ha sido sustituidos por la conmoción producida no tanto por el hecho en sí como por la procedencia socio-económica de los presuntos autores. Tal como lo relatan los medios de comunicación, llama la atención su desprecio por la vida de otros mucho más desfavorecidos que ellos, su aparente indiferencia tras el crimen y su comportamiento banal e imperturbable posterior hasta su captura.
Lo que correspondería preguntarse, cuando desaparezca el aturdimiento derivado de que alguno de los nuestros sea capaz de la maldad publicada, es por qué en nuestra sociedad bienestante y, sobre todo, bienpensante unos mozalbetes son capaces de no reconocerse a sí mismos en la persona de otro, de la víctima aquí, que no es elegida al azar; el objetivo de la fechoría lo es precisamente por ser algo sin interés para nadie, escoria prácticamente.
Esta constatación, para mí evidente, no debe llenarnos sólo de pavor. Es más, debemos interrogarnos sobre el por qué. Me parece, no obstante, que el interrogatorio no requiere ni extensión ni duración, pues la evidencia la tenemos ante nuestras narices y se hará patente si dejamos de mirar para otro lado.
Con independencia de que algunas causas sean comunes a otras sociedades occidentales, en la española unas lacras se vienen enseñoreando desde hace tiempo. A mi modo de ver tres son las principales.
Por un lado, cuando algo no funciona, llamamos al especialista; eso es práctico para el microondas, pero no para los hijos. Llamamos al especialista porque, superada afortunadamente una época siniestramente autoritaria en todos los ámbitos, no se ha generalizado el recambio del "porque lo digo yo" por el de "sé responsable ante ti mismo". Se ha dado un salto en el vacío y en ese salto no todos los padres, hijos, escuela e instituciones han caído de pie.
Si a ello añadimos una combinación de adulación, en algún caso sin límites, a nuestros hijos y a su corrupción, accediendo sin traba a sus incolmables deseos, el cóctel de la inestabilidad personal y social está servido. Sólo nos queda, en este planteamiento, acudir al especialista, al sistema, a un tercero, para que sea él quien asuma nuestra responsabilidad. Ahí va un elemento muy importante de despersonalización.
De esta suerte, el ejemplo más directo, familiar y escolar, de autorresponsabilidad desaparece o no nace; ahí la segunda lacra. El efecto de imitación y el deseo de emular a los referentes más próximos y que mejor pueden influir en el niño y en el joven se reblandece.
A ello no es ajena, como tercer factor, la lluvia fina de ciertos modos de vida, antes marginales o inexistentes, y ahora situados en primer plano. Me refiero a la manada de zánganos que pululan especialmente por las televisiones que, sin oficio conocido, viven de sus miserias o de las de otros, que incluso inventan. Recapacitemos: en menos de una semana han fallecido el escritor y académico Julián Marías y el padre de un cantante, conocido por Papuchi. ¿Cuántas horas han dedicado los medios audiovisuales a uno y a otro? La respuesta ofende y da la clave de parte del mecanismo de no integración en la autorresponsabilidad: tanto se habla de ti, tanto vales.
Ciertamente, la inmensa mayoría de personas se comporta dentro de cánones aceptables de convivencia. Pero la extrañeza ante el fenómeno no es lícita. Por ello han de retenerse dos aspectos finales. Por un lado, lo anterior no supone en sí mismo ninguna exención de la responsabilidad penal de los implicados; es más, la ley está prevista muy especialmente para aquellos sujetos que, sabiendo lo que está mal y lo que está bien para la generalidad, optan por realizar su capricho. Por otro, no hay que hacer de los autores chivos expiatorios encubiertos; desgañitarse clamando para que sobre ellos caiga todo el peso de la ley y que se dicten sentencias ejemplares no es más que un burda maniobra de distracción.
Como lo es, igualmente, endurecer aún más las penas para los menores criminales, tal como está en marcha, pues en la práctica dejarán de ser menores. Eso, a su vez, es otra injusticia: lavamos con ellos la mala conciencia."
"Joan J. Queralt
Catedrático de Derecho Penal de la Universitat de Barcelona
La realidad, de vez en cuando, es un gancho de izquierda: nos noquea. Al enterarnos de que tres jóvenes han asesinado, rematando la faena pegándole fuego, a una indigente en un cajero por pura diversión, no podemos sino boquear. Sin embargo, por lo que percibo, el debate público sobre este tipo de hechos no se encrespa como en otras ocasiones; no se clama todavía contra los presuntos autores, pidiendo las máximas penas y denunciando un fallo generalizado del sistema. Nos sentimos atónitos por el asesinato de una vagabunda a manos de unos mozalbetes no especialmente marginales. Si éstos hubieran sido, en cambio, de la misma condición --subcondición, mejor dicho-- que la víctima, una breve reseña al fondo de la página de sucesos hubiera sido la máxima referencia: otra riña entre gente sin techo.
Aquí lo que llama la atención no es tanto la vil pérdida de una vida. Importa más la falta de vileza de los presuntos culpables; preocupan más los muchachos implicados que la persona de la asesinada, pues ésta, sean las razones las que fueren, ya no gozaba de los parabienes sociales. La pasión por la víctima no es que haya desaparecido, es que no ha llegado a nacer: la respuesta de la opinión pública, a diferencia de lo que ocurrió hace unas semanas con el asesinato de los joyeros de Castelldefels, ha sido otra; incluso ha ido más bien en una dirección opuesta.
El desconcierto ahora ha desplazado a la indignación de entonces. La presunta blandura de la respuesta jurídica o ciertos fallos del sistema --ayer centros de la crítica-- ha sido sustituidos por la conmoción producida no tanto por el hecho en sí como por la procedencia socio-económica de los presuntos autores. Tal como lo relatan los medios de comunicación, llama la atención su desprecio por la vida de otros mucho más desfavorecidos que ellos, su aparente indiferencia tras el crimen y su comportamiento banal e imperturbable posterior hasta su captura.
Lo que correspondería preguntarse, cuando desaparezca el aturdimiento derivado de que alguno de los nuestros sea capaz de la maldad publicada, es por qué en nuestra sociedad bienestante y, sobre todo, bienpensante unos mozalbetes son capaces de no reconocerse a sí mismos en la persona de otro, de la víctima aquí, que no es elegida al azar; el objetivo de la fechoría lo es precisamente por ser algo sin interés para nadie, escoria prácticamente.
Esta constatación, para mí evidente, no debe llenarnos sólo de pavor. Es más, debemos interrogarnos sobre el por qué. Me parece, no obstante, que el interrogatorio no requiere ni extensión ni duración, pues la evidencia la tenemos ante nuestras narices y se hará patente si dejamos de mirar para otro lado.
Con independencia de que algunas causas sean comunes a otras sociedades occidentales, en la española unas lacras se vienen enseñoreando desde hace tiempo. A mi modo de ver tres son las principales.
Por un lado, cuando algo no funciona, llamamos al especialista; eso es práctico para el microondas, pero no para los hijos. Llamamos al especialista porque, superada afortunadamente una época siniestramente autoritaria en todos los ámbitos, no se ha generalizado el recambio del "porque lo digo yo" por el de "sé responsable ante ti mismo". Se ha dado un salto en el vacío y en ese salto no todos los padres, hijos, escuela e instituciones han caído de pie.
Si a ello añadimos una combinación de adulación, en algún caso sin límites, a nuestros hijos y a su corrupción, accediendo sin traba a sus incolmables deseos, el cóctel de la inestabilidad personal y social está servido. Sólo nos queda, en este planteamiento, acudir al especialista, al sistema, a un tercero, para que sea él quien asuma nuestra responsabilidad. Ahí va un elemento muy importante de despersonalización.
De esta suerte, el ejemplo más directo, familiar y escolar, de autorresponsabilidad desaparece o no nace; ahí la segunda lacra. El efecto de imitación y el deseo de emular a los referentes más próximos y que mejor pueden influir en el niño y en el joven se reblandece.
A ello no es ajena, como tercer factor, la lluvia fina de ciertos modos de vida, antes marginales o inexistentes, y ahora situados en primer plano. Me refiero a la manada de zánganos que pululan especialmente por las televisiones que, sin oficio conocido, viven de sus miserias o de las de otros, que incluso inventan. Recapacitemos: en menos de una semana han fallecido el escritor y académico Julián Marías y el padre de un cantante, conocido por Papuchi. ¿Cuántas horas han dedicado los medios audiovisuales a uno y a otro? La respuesta ofende y da la clave de parte del mecanismo de no integración en la autorresponsabilidad: tanto se habla de ti, tanto vales.
Ciertamente, la inmensa mayoría de personas se comporta dentro de cánones aceptables de convivencia. Pero la extrañeza ante el fenómeno no es lícita. Por ello han de retenerse dos aspectos finales. Por un lado, lo anterior no supone en sí mismo ninguna exención de la responsabilidad penal de los implicados; es más, la ley está prevista muy especialmente para aquellos sujetos que, sabiendo lo que está mal y lo que está bien para la generalidad, optan por realizar su capricho. Por otro, no hay que hacer de los autores chivos expiatorios encubiertos; desgañitarse clamando para que sobre ellos caiga todo el peso de la ley y que se dicten sentencias ejemplares no es más que un burda maniobra de distracción.
Como lo es, igualmente, endurecer aún más las penas para los menores criminales, tal como está en marcha, pues en la práctica dejarán de ser menores. Eso, a su vez, es otra injusticia: lavamos con ellos la mala conciencia."
1 Comentarios:
Está bien, ya sabemos los motivos. ¿Cuáles son las soluciones? Ahí es donde radica el problema porque a lo mejor ya estamos tardando.
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